Sobre las pinturas de Jacobo Borges, Carter Ratcliff, 1986.
Carter Ratcliff es un reconocido poeta, crítico de arte y editor contribuyente de Art in America. Su vasta obra en la crítica de arte incluye colaboraciones con prestigiosas instituciones como el Museo de Arte Moderno, el Museo Guggenheim y la Real Academia de Artes. Ratcliff ha escrito para importantes revistas como ArtForum, ArtNews y Tate, además de revistas populares como Vogue y Elle. Ha publicado numerosos libros, incluyendo The Fate of a Gesture: Jackson Pollock and Postwar American Art y varias colecciones de poesía como Fever Coast y Give Me Tomorrow. Su primera novela, Tequila Mockingbird, se publicó en 2015 (Hyperallergic) (PenguinRandomhouse.com) (Two Coats of Paint).
Jacobo Borges vivió en París de 1952 a 1956. Algunos pintores que conoció en aquellos días consideraron las formas planas y anchas de brillante colorido de sus cuadros como La Pesca (1956), el trabajo de un artista que no había aprendido posiblemente no podía aprender los estilos que se consideraban avanzados. Su posterior dominio del medio reduce ese error a una anécdota divertida, una memoria que podríamos suponer que había perdido su poder de infligir dolor. Sin embargo, Borges aún parece dolerse del malentendido, y yo creo que hay buenos motivos para que así sea. En la cultura occidental, cada obra de arte transmite una intención singular. Nadie niega tal talento más efectivamente que un veredicto generalizante rendido apresuradamente Borges naturalmente se sintió mal juzgado cuando algunos de sus colegas lo consideraron un naif que sólo sabía una manera de pintar, sin distinción alguna. Un pintor naif es impulso hacia su propio estilo. No puede elegir. Para cuando Borges llegó a París, no podía evitar elegir como eligiera a París mismo después de sus estudios formales en su nativa Caracas. En París vivió y trabajó entre artistas cuyos experimentos llevaban direcciones establecidas por la tradición modernista. Él recuerda sentirse abierto a la ciudad, y cerrado a las más recientes tendencias artísticas. Si hubiera seguido más a la corriente, nadie lo habría llamado naif. Pero debió ser obvio para todos que independientemente de las formas de Borges aplanara, independientemente de los colores que abrillantaran, él avanzaba en el entendimiento de que podría haberlo hecho de otra manera. Los primeros trabajos de Borges comparten una cierta franqueza brusca con el auténtico arte naif. En La Pesca la forma humana es una descarnada figura esquemática. Los peces podrían haber sido obra de un artista del grafitti. La hojas asemejan ideogramas de los trópicos-inventos de una cultura, no de una persona. Pero Borges no se limitó a esas posibilidades. Las utilizó. Sus hojas tropicales también recuerdan la vegetación inventada por Henri Matisse. A la izquierda, un remolino de color me recuerda a las vacaciones órficas sobre el cubismo de Robert Delaunay. A través de todas sus telas, Borges incrusta el color en telarañas de negro, ecos del Cloisonismo empleado por algunos pintores simbolistas, y después por los Fauves. La vibrantes complejidades de La Pesca implican lo primitivo en los refinamientos modernos. Y, bajo los diseños superficiales de esta pintura, Borges pasa de un tipo de espacio a otro. Durante los últimos treinta años, su dominio amplio de su medio ha Imposibilitado que aún el más rápido vistazo pase por un alto su sofisticación. Sin embargo, hay algo en lo que no ha cambiado: sigue obsesionado con la ambigüedad espacial. Uno percibe esa obsesión en una tela reciente, Nadadores en el Espejo de Aguas (1986), cuya imagen densamente trabaja y retrabajada
de un espejo se abre a un mundo que no puede en una manera estrictamente lógica reflejar. Uno ve en sus primeras pinturas cuando la esclava varía y el ojo cae desde la superficie hacia adentro de un luminoso abismo lleno de corrientes espaciales cruzadas, inexplicables remolinos. Estas involuciones niegan el reportaje realista, liberando la imagen de Borges del espacio para convertirse en un reflejo sobre el tiempo. El experimenta el tiempo como laberíntico (pero fluido y orgánico, no cristalino, como en los cuentos del otro Borges). Jacobo Borges parece no tener otro opción en cuanto a esto. No puede evitar ver la temporalidad como un laberinto palpitante. Así que no es menos impulsado que un artista naif, pero no en dirección de la simplicidad, el estereotipo, lo predecible más bien hacia la complejidad, estilística y emocional. Cuando la nueva no encuentra impedimento, el cambio puede ser abrupto. Para principios de los 60, las manchas planas de color habían desaparecido de la obra de Borges. Los rojos y amarillos brillantes habían convertidos en las deslumbrantes variaciones de los pastoso sepias dorados de la pintura del siglo XVII. Las superficies ahora se varían desgarradas, raspadas y mordidas, roídas por el pincel. Las formas del rostro y de los cuerpos sufrieron, volviéndose groseras y ocasionan horribles. Borges se había revelado como expresionista. Yo me propongo usar ese título, como taquigrafía no para abreviar una lista de rasgos formales, sino como el nombre que se da a los artistas que buscan una estrategias similar a la de caricatura. Para demostrarlo lo que sienten por la gente, expresionistas y caricaturistas a la vez cambian el aspecto de sus sujetos. En la caricatura política los plutócratas son gordos, los burócratas robots y así sucesivamente. Usando metáforas conocidas para transmitir percepciones de la generalidad, la caricatura con frecuencia tiene un propósito políticos simple y claro. Las distorsiones del expresionista son más difíciles de decifrar, porque él, quiere transmitir sus propios y singulares sentimientos. A diferencia del caricaturista, él no puede invocar un repertorio preestablecido de desviaciones de las apariencias ordinarias. El Expresionismo con frecuencia se ve contundente porque se apoya en la metáfora agresiva: las emociones fuertes equivalen a una fuerza física lo suficientemente violenta para convertir a las personas en Monstruos. Esa metáfora convierte las mujeres berlinesas de Ernest Kirchner en esqueléticos vampiros; convierte las ansiedades de los sujetos de Oskar Kokoshka en síntomas de descomposición física. Y vemos transformaciones semejantes en los artistas que los expresionistas habitualmente eligen como figuras antecesoras: Goya, Vincent Van Gogh, James Ensor. Borges también cuenta esas figuras entre sus predecesoras. Una pintura como Sala de espera (1962) lo demuestra. Ahí, los rostros se pudren convirtiendose en calaveras vivientes. Los cuerpos se agazapan, habiendo perdido el rumbo la pista evolucionaria que enlazan los demonios con la humanidad. La superficie de la pintura raspada y maltratada de Borges da a la carne humana un horror luminoso. Este espectáculo nos liga con su presente; y sin embargo aún aquí el artista nos deja a la deriva en el tiempo. Estas criaturas se apiñan, pero no parecen ocupar el mismo espacio ni pertenece a la misma generación. Moviéndose entre formas, el ojo se hunde en los abismos. Llegando nuevamente a la superficie, la vista lucha por ubicarse temporalmente - como si
el tiempo, también fuera descomponiendose y la historia se hubiera convertido en un pantano antidiluviano.
En Sala de espera, el tiempo se escurre, Humilde Ciudadano (1964) lo destroza en pedazos. Habiendo roto la superficie de esta tela en grandes tiras, en un inquietante amontonamiento de cuadros dentro del cuadro, Borges deja que la incoherencia del espacio represente la violencia de la historia. Algunas imágenes sólo aparecen fragmentadas. Una, la de una mano señalando un revólver, aparece dos veces, como en un trozo de película. Veteada, salpicada, arrancada, la pintura de Borges registra sentimientos privados sobre el asesinato y otros asuntos públicos. Esta pintura despide un brillo opaco, como una plana de periódico manchada que nos es imposible tirar. Humilde Ciudadano enfoca el expresionismo del artista en el mundo de la política y de las noticias diarias, distorsionando lo que ya es una distorsión: la versión oficial que de la realidad ofrecen en los gobiernos y la prensa. Hasta aquí he comentando las pinturas de Borges como aparecen contra un fondo internacional. Cuando las devuelvo a Venezuela, su arte se vuelve más difuso; porque para mí ese fondo arroja menos luz. Sé algo de la caída de Pérez Jiménez en 1958, sobre el régimen de Betancourt que le siguió , y el nacionalismo de la incipiente República. Las noticias con frecuencia evocan el sitio que el petróleo ocupa en la economía venezolana. Pero yo sé de estas cosas solamente a distancia, como persona ajena. Borges me ha dicho algo de su involucración en la política venezolana, y sin embargo sus observaciones me hablan más de su resistencia a las ideologías estrictas que sobre una situación de cuyos matices soy totalmente ignorante.
No tengo idea, o quizá muy poca, de cómo el público de Borges leyó las implicaciones en Humilde Ciudadano.
Liberándose de la distorsión expresionista, algunos de los rostros de esta pintura se mueven hacia la versión de Borges de la fotografía noticiosa, a base de violentas pinceladas.
Tengo la sensación que los venezolanos reconocerían estas características; que Borges podría decirme de quién son estos rostros. Y siento que no podría aprovechar mucho esta información. Borges dirigió ciertos aspectos de este cuadro quienes al verlo no necesitan que se les digan esas cosas. Independientemente de lo mucho que se me explique, nunca formaré parte de ese público, que se compone de quienes vivieron en la Venezuela de la postguerra. Pero Borges se dirige a otro público, al que pertenecen también muchos de los miembros de su público venezolano.
Este es el público dedicado a la tradición modernista, que sabe lo que significa para un joven pintor viajar desde el hemisferio occidental hasta París, ya sea desde América del Norte o desde América del Sur. Este público mira con cuánto detenimiento observó Borges a Ensor y Rembrandt, Goya y Van Gogh. Sabe que en los 60 ocupó su lugar entre los expresionistas de la postguerra -los pintoras de Cobra, Francis Bacon, los pintores neoyorquinos de Acción-. En 1966, el Museo Guggenheim compró Figura en una Habitación “La Comedora de Helados” (1965), con su violentamente agitada figura contra un fondo peculiarmente calmado. Lo que quiero establecer es esto: yo solamente puedo ver a Borges como la figura que recibió esa y muchas otras muestras de reconocimiento internacional, no como un pintor específicamente venezolano.
Como ya he alegado a favor de la importancias de respuestas especificas al arte, y no generales, debo reconocer que estoy limitado por mi incapacidad para colocar a Borges con precisión contra su propio fondo. Esta limitación constituiría un obstáculo insuperable si solamente se hubiera dirigido a Venezuela; así como ciertos artistas y pop de los Estados Unidos no se interesan en otro público que el de Manhattan. Pero otros neoyorquinos tienen una visión más amplia. Su horizonte es internacional y también lo es, creo yo, el de Borges. Yo lo veo como un artista que se afilia a una lucha que anima a gran parte del arte modernista y ha producido mucho de valor en la modernidad misma: la lucha, iniciada por definir la individualidad en oposición a los imperativos institucionales. Cuando esto intenta minar estructuras destinadas a reducir el yo a una función de las necesidades institucionales, el experimento estético adquiere la fuerza de una iniciativa política. El dibujo titulado La Coronación de Napoleón (1963) para mí no es una alegoría de los sucesos de Caracas, sino un comentario sobre el mismo Napoleón, no tanto como el actor de la historia que como una figura alegórica de la muerte que acecha a los individuos (y a la idea de individualidad) cuando el Estado intenta una extensión ilimitada de su poder. La versión pintada de La Coronación de Napoleón (1963) muestra el mismo tema en una nueva configuración.
La luz de Borges se vuelve plateada a la vez que un toque como de pluma de ave transfiere a la pintura el refinamiento de su dibujo de Napoleón. Y alguna de esa delicadeza sobrevive en dos grandes pinturas de 1964. Ha Comenzado el Espectáculo y Continúa el Espectáculo. En ambas telas, la línea de Borges se adelgaza, permitiendo que una luz blanca aparezca a través de tensas marañas de azul, rojo y amarillo. El ha otorgado una sutileza a los contornos de las pavorosas máscaras. Con esta elegancia llega un violento surgimiento de sensación sexual. La sexualidad, clara en la versión pintada de La Coronación de Napoleón, y sexualidad estridente en Continúa el Espectáculo.
Las pinturas de Borges de este período muestran el sello de Cobra. Otras están obsesionadas con la heroína de la serie Mujer, de Willem de Kooning. Durante años, Borges buscó retos en todas las direcciones, midiéndose contra los precedentes establecidos en el campo de la pintura violenta; y entretanto la trampa que acecha a cualquier estilo expresionista. Para convencernos, las distorsiones de un expresionista deben verse espontáneas. Pero casi siempre el pintor tiene que retocar y retocar una imagen para hacerla convincente. El expresionismo es una manera de pintar menos espontánea, más bien una retórica, fácilmente se vuelve rígida. En su intento de seguir espontáneo, el expresionista cae en una rutina.
O, como en el caso de Borges, no cae. Altas Finanzas (1965) es un resumen sorprendente de este período.
Homenaje a Ensor y Goya, este cuadro lanza su ira en un amplio arco; atacando a la política sexual en un extremo y en el otro a la política en su sentido estrecho. Borges evade la trampa expresionista dejando abrumadora y alegremente claro que entiende el artificio de la espontaneidad. Habiéndolo dominado, él muestra simpatía por el desesperado artificio del gesto social, por las decadentes máscaras de personalidad, por el teatro en toda su variedad -especialmente la del intercambio sexual, que representa todos los aspectos de la economía, ya sean personales o públicos-.
Durante las siguientes décadas, el sentido que Borges tiene de la ironía de los expresionistas -del artificio requerido por la ilusión de la absoluta espontaneidad- le igualarán mientras elude el presente ocupado por el objeto llamado pintura. El objeto está aquí ante nosotros, sí, pero sus formas palpables son legibles solamente porque traemos a la historia para que influya sobre ellas.
Bajo el peso de la historia -nuestras experiencias del mundo y de otras pinturas, las presiones del lenguaje- la presencia física del cuadro comienza a verse tenue, si no es que artificial. La imagen se desploma hacia otros renglones del tiempo al interrumpir el pasado y el futuro en el momento inmediato, el rango emocional de Borges se amplía. Su obra de los 70 y los 80 es más calmada y al mismo tiempo más desesperada que sus trabajos expresionistas; pues la calma deja tiempo para representar su traición. Altas Finanzas concentra la desesperación del artista en un aullido que lo abarca todo diciendo “ahora” expresionista de Altas Finanzas, El Grito y Continúa el Espectáculo tuvo que abandonar la pintura durante tres años. Para 1966, Borges había logrado notoriedad, así que el gobierno municipal de Caracas lo escuchó cuando propuso un evento multimedios que se llamaría Imagen de Caracas. Era su intención que fuera como una nueva mirada del pasado de Venezuela en un tiempo de incertidumbre cultural y agitación política. Mezclando el teatro con el cine, Imagen de Caracas reunió a un gran reparto de actores con incontables imágenes, tanto visuales como auditivas. Borges fue productor y director de este esfuerzo cooperativo, que se inauguró en 1968. El gobierno solo permitió que se presentará dos meses, Imagen de Caracas había cuestionado demasiado vigorosamente las ortodoxias políticas y culturales dominantes. También desafiaba el apoyo que los medios locales daban al statu quo, pero no cuestionaba sus métodos. Por el contrario, tomando mecanismos de los medios masivos, Imagen de Caracas redujo a su auditorio a la pasividad, como lo hacen la prensa , el cine, y la televisión oficial.
Borges aprendió desde adentro, por decirlo así, lo que todos sabemos desde afuera,
como espectadores que las imágenes públicas, independientemente de su propósito, disuelven el individualismo en sus bordes. Uno responde como estereotipo, no como un yo singular. Borges volvió a la pintura porque ésta insiste en encontrarse con su público a razón de cada persona a la vez, en el terreno privado de la imaginación, sin embargo, no tenía deseo alguno de retomar la tradición expresionista.
Imagen de Caracas le había mostrado a corta distancia un poder contra el cual no puede defenderse la pintura: el de los medios masivos. La publicidad y las noticias, el cine y la televisión, contribuyen mucho a formar nuestras imaginaciones, independientemente de lo apasionada que sea nuestra dedicación a las bellas artes y al ideal de individualidad implícito en nuestras ambiciones estéticas.
Borges resolvió que en vez de ignorar el bombardeo de imágenes públicas debía responder con su arte.
Después de Imagen de Caracas, el arte de Borges aceptó las condiciones impersonales de la fotografía. Sin embargo, esa aceptación fue subversiva. Conduciendo el ojo a los perfiles, Borges convirtió imágenes detalladas en siluetas. No quiero decir que pintó en copias fotográficas; aunque en algunas pinturas de principios de los 70 si usó serigrafías fotográficas en lugar de un pincel para transferir las imágenes de la cámara a la tela. Independientemente de cómo llegaban esas imágenes a su arte, la mano de Borges las retocaba.
Para 1970 había inducido a la desintegración el aspecto de la superficie fotográfica.
Solo jirones de esa superficie quedan Esperando a…(1972), el que toma como su premisa una fotografía de una ceremonia oficial tomada por un fotógrafo venezolano conocido como Toro. Los medios masivos nos estimulan a leer el detalle fotográfico como evidencia veraz. En las imágenes de personas, el detalle se ofrece como una serie de indicios de la personalidad. La pintura de Borges ha eludido la mayoría de esos indicios. Los fantasmas de personajes históricos se aparecen en Esperando a…, pero se les dificulta adherirse a cualquiera de las tensas siluetas que pueblan esta tela.
La fotografía sostiene que el significado estriba en el detalle captado por el lente. Rehusándose a dar validez a este postulado, Borges ha persuadido a una imagen de los medios a revelar su bidimensionalidad. Un triángulo de suelo vacío se dispara hacia adentro desde el borde inferior de la tela -una parodia de espacio pictórico totalmente articulado-. A lo largo de los inclinados-oblicuos bordes de este triángulo, cada figura ocupa su propio fragmento en el plano. Reunión con círculo rojo también esquematiza el espacio de esta manera, haciendo al tiempo frágil -o partiéndolo en momentos inconexos. El rearmado de trozos temporales para formar la unidad artificial de un momento ceremonial, Borges invoca las convenciones que eslabonan la imagen con la historia y luego rompe el eslabón.
Quiere que veamos, en lugar de una anécdota oficial sobre personalidades públicas, una variedad de jeroglíficos-emblemas de los roles súper personales que las instituciones idean para detentar el poder. Quiere que nosotros veamos cómo las personas se convierten en instituciones. Borges no ha generalizado en producir esas siluetas obsesionadas en Esperando a… y su monumental variante Reunión con círculo rojo.
Ha pasado de las particularidades de la superficie a las particularidades a un nivel más profundo, donde los yo adoptan la forma de estructuras institucionales. La personalidad se disuelve, sustituida por las intrincadas conformaciones de poder. Liberadas de la anécdota, las figuras de estas pinturas se vuelven ideogramas vacíos -cifras- de toda autoridad independientemente de quien la ejerza.
Estructuras rígidas revolotean justamente bajo la activa superficie de cualquier imagen de los medios. Borrando a pinceladas la anécdota de un momento ceremonial registrado por Toro, Borges muestra sus semejanzas con otros momentos de la historia una flexibilidad y unidad que la fotografía niega. El estimula al tiempo, hecho pedazos por los medios , para que se reconstruya. Luego con Nymphenburg (1974), vuelve a romperlo.
Amarillos nublados y sombreados se acomodan en una profunda perspectiva interior. La atmósfera de estas imágenes del Palacio Nyphenburg deja claro cuan cuidadosamente ha observado Borges la obra Velázquez, especialmente Las Meninas. Vista a través de un umbral en muro distante, la imagen de un acto violento (hombre uniformados atacando a una figura caída) se ha convertido en un jeroglífico que significa represión institucional.
Borges una vez más ha liberado a una fotografía de su especificidad. En un santuario definido por las perspectiva de Velázquez -en el corazón de la cultura occidental, diría uno- Borges ha colocado un recordatorio del horror mundano. Esta pintura es una meditación atribulada de una historia doble: por un lado, la elevada herencia de la cual es símbolo un pintor del siglo XVII; por el otro, la sucesión de horrores evocados por una imágen de represión uniformada. Nyphenburg nos pregunta cómo irán a caber en nuestros ideales culturales nuestras realidades políticas. En sus pinturas de principios de los 70, Borges ha luchado contra la tendencia de los medios a reducirnos a miembros intercambiables de un auditorio masivo. Con su insistentemente particularizado arte, él ofreció ocasiones para respuestas individuales; porque es lo que hacen los artistas de nuestro tiempo. Para celebrar su comprensión de la necesidad del arte, así como el pasado personal en el que él obtuvo esa comprensión, Borges tapizó las paredes de su imaginario Nyphenburg con versiones de pinturas anteriores; entre ellas, Ha comenzado el Espectáculo y una tela de la serie Las jugadoras de cartas. Las alusiones de Borges a estos primeros cuadros evoca un tiempo en que él sentía que una expresión apasionada de sentimientos individuales resolvería, o simplemente encendería y borraría, los conflictos entre el arte y la política. Al avanzar Borges hacia la década actual, no revivió el optimismo iracundo que sentía en los 60. No se convirtió, nuevamente, en un expresionista. Pero sí volvió a la fe del expresionista en el sentido de que el arte adquiere poder cuando adopta la escala de las obsesiones del artista.
Las pinceladas de El tiempo que pasa I (1974) tienen poca de la textura fotográfica que vemos en la pinturas de Borges de unos cuantos años antes. No obstante, sí emplea una técnica fotográfica: el acercamiento, Borges aproxima la superficie de la tela al espacio de muro que sirve a esta pintura tanto de primer plano como de fondo.
El espacio profundo es ocultado por el luminoso rojo del muro: una sombra paradójicamente brillante rota por una salpicaduras de luz solar blanca cremosa. Sin embargo, estos son vistazos de las profundidades. Las secciones de la pared se abren como marcos de pintura hacia imágenes de figuras humanas. Una está tendida en el suelo, su forma extendiéndose desde un claro hasta el siguiente. Otra, la de un hombre caminando, aparece tres veces. Parece moverse de izquierda a derecha -la dirección en que avanza la narrativa- y sin embargo la postura siempre es la misma.
La imagen está congelada, cambiando solamente la manera en que una efigie se deteriora por los elementos o se desmorona una memoria.
El tiempo pasa, y sin embargo -sugiere Borges- no hay necesariamente un avance. Solamente está el abismo lo temporal, la mera duración. El espacio interior se abre en No mires (1975). A través de persianas a medio abrir, una ventana se asoma al espacio profundo. Sin embargo, el lejano paisaje es tan fantasmagórico como la figura que revolotea en la esquina más lejana de la habitación. Hinchándose sobre el suelo, una nube de blanco intercepta las profundidades en lugar de revelarlas. Una vez más, la imágen se repite. Dentro de esta pintura de la misma habitación, llena ahora por una figura vestida en severo escorzo. Esta segunda pintura contiene aún otra donde la figura aparece una segunda vez, mucho más pequeña.
Suponemos que el hombre está muerto, pues seguramente su forma alude al Cristo muerto de Mantegna y a fotografías noticiosas de líderes asesinados. La envolvente quietud hace que la recesión de la imagen, su movimiento hacia la invisibilidad, sea mucho más uniforme. Congelados el espacio y su contenido, el movimiento debe ser temporal.
La memoria es el abismo donde la repetición se convierte en olvido… la contracción conduce a la desaparición. Quiero decir que si elegimos leer esta pintura a la escala del destino personal, la memoria es el abismo. Si no, si queremos ver la figura vestida de No mires como un arquetipo, entonces debemos sustituir la historia con la memoria personal.
Borges deja la opción a su público. En cualquier caso, su advertencia persiste: “No mires”, ya que el acto de intentar ver pone en movimiento el proceso que hace al mundo invisible. Sin embargo, el pintor pone su cuadro ante nosotros. Sabe que miraremos. No podemos seguir su consejo, ni él espera que lo intentemos. Borges quiere alentarnos a las dificultades que implica el intento de ver lo que uno mira.
En sus pinturas expresionistas, el artista insistía que su mano obedeciera los imperativos de las emociones violentas. Después de Imagen de Caracas, él confrontó su versión de lo auténtico contra la que proporcionaban los medios masivos. Eso condujo a cuadros como Esperando a… y Reunión con un círculo rojo reformas de retratos formales de grupos. Para La novia I y II (1975), Borges usó fotografías del mismo tiempo. Recordatorios fantasmales de detalles fotográficos se quedan en esas telas, y sin embargo Borges ya no amenaza ese detalle como una ilusión que necesita desenmascararse. Su mano ya ha derrotado la insinuante autoridad del lente de la cámara. Ha luchado para liberarse de la fotografía y ahora puede regresar a ella como si fuera una aliada.
Delgada o exhuberante, la textura de estos cuadros es totalmente la de la pintura, y el color sigue la sensual lógica de esa textura. Dedicado, como lo ha dicho, a vivir en su propio momento. Borges no tiene deseo alguno de negar la importancia de la fotografía, un medio responsable de tantas de las imágenes que nos rodean. Ni tampoco desea exilarlas de su arte. Borges conserva una inmensa colección de fotografías, en cuyo corazón está la colección de imágenes tomadas por Toro, donde encuentra sujetos acomodando y reacomodando el contenido de su colección hasta que comienzan a formarse las posibilidades de la narrativa; historias imaginarias puestas en escena por protagonistas ficticios. No obstante el poder de precisión de la cámara ya no pesa sobre su imaginación como a principios de los 70, ya no presenta una amenaza a la que se debe oponerse con la singularidad de su mano. La fotografía había enseñado lo estrecho que puede ser un momento presente; demasiado estrecho para contener la imaginación. Al hacer viejo ese momento, las imágenes de la cámara no pueden retenernos en el presente. Nos envía tambaleándonos hacia otras zonas del tiempo. Habiendo vencido en la lucha contra el presente fotográfico en La novia I y II, Borges ahora se sentía a gusto en el abismo temporal. Ya no se internaría en él en incursiones rápidas y desesperadas.
En lugar de lanzarse, Borges ahora se dejó llevar, como alguien suspendido en la frontera del sueño. Atrapado.