Vida y Trabajos Jacobo Borges, Dore Ashton, 1981.
Dore Ashton fue una influyente crítica de arte y escritora estadounidense, nacida el 21 de diciembre de 1928 y fallecida el 30 de enero de 2017. Reconocida por su profundo conocimiento del arte moderno y su enfoque en el expresionismo abstracto y el arte contemporáneo. Ashton fue autora de numerosos libros y ensayos que exploraron la obra de artistas como Barnett Newman, Willem de Kooning y Franz Kline, entre otros. Su perspectiva crítica y su compromiso con la interpretación del arte la establecieron como una figura central en el análisis y la promoción del arte estadounidense e internacional.
Desde muy joven, Jacobo Borges se acostumbró a pensar en términos de “nosotros”. No es que no haya reconocido la naturaleza inevitablemente solitaria de la pintura, sino más bien que ha pensado intensamente en su posición como artista en un país que aún no ha superado sus complejos coloniales.
Para Borges, la extraña modernización de Caracas —su ciudad natal—, con sus falsas fachadas, sus rascacielos de miniatura y su tráfico caótico, nunca podrá ocultar las bases superficiales sobre las que descansa esta ciudad moderna. Como pintor, hace tiempo que se comprometió a decir verdades que revelan bases más profundas. Después de Guernica, ha dicho, todos los pintores se han enfrentado con problemas difíciles. Pero para un pintor venezolano estos problemas son aún más difíciles que para un europeo o norteamericano, “porque las decisiones de la historia se toman fuera de los países subdesarrollados ——estamos detrás de la historia, detrás del espejo…”
Borges ha dedicado la mayor parte de su vida a buscar los medios para pasar a través del espejo. Su camino ha zigzagueado por muchos lugares y ha estado perdido en muchos laberintos, pero su búsqueda ——“¿quiénes somos?” ——que después de todo no es tan diferente a la de Gauguin, se ha mantenido viva. Por este motivo, ha tenido que luchar no sólo con los problemas de un pintor moderno, sino de un pintor latinoamericano moderno que surgió de las clases pobres de la ciudad y comprendió: “esta sociedad está hecha para que yo fuera office-boy, para que no aprendiera a leer ni a trabajar”. Enfrentado con esta verdad, Borges tomó muy joven su decisión. “Frente a esas leyes yo he opuesto una indeclinable decisión de no dejarme destruir. Es una posición de clase que me nutre y enorgullece”.
Incluso en su infancia, Borges mostró su determinación de no dejarse devorar por la miseria. Había muchos obstáculos que vencer. Aunque sus padres estaban muy deseosos de que aprendiera a leer y lo enviaron a la escuela hasta sexto grado, las circunstancias no permitían que siguiera estudiando después de cumplir los doce años. En la escuela, Borges, que desde niño era adicto al dibujo, tenía que mirar con suprema envidia a un muchacho ligeramente más rico que dibujaba con lápices de colores. Uno de los recuerdos más vivos es el de un muchacho que llegó a la escuela con un espléndido lápiz 7B, que Borges codiciaba. Fue este amigo quien le habló de la Escuela de Artes Plásticas, que tenía clases para niños. Borges, que vivía en Catia, entonces casi un villorrio con calles de tierra con vacas y cabras, caminaba dos horas de ida y dos de vuelta para asistir a las clases. Ya en esa edad se anunciaba su vocación de modo inquebrantable. Pero no iba a ser tan fácil.
Toda la historia de la juventud de Borges habla de un deseo intenso y enérgico de comprender ——de comprender la propia necesidad de observar y dibujar; de comprender la cultura que sentía se hallaba tan distante de su medio modesto; de comprender los ultrajes que ocurrían a medida que Venezuela oscilaba entre las tiranías ilustradas y las siniestras dictaduras militares. Demostró grandes recursos, y sin pérdida de tiempo encontró su camino hacia esas vidas que podían enriquecer la suya propia. Atraído decididamente por la pintura, tuvo que retardar sus estudios y trabajar durante largas horas para ayudar a sostener a su familia. Después de una serie de empleos mal pagados logró encontrar su camino hacia un medio donde los artistas reconocieron y estimularon su ambición. Finalmente, a la edad de dieciocho años, pudo inscribirse en la Escuela de Artes Plásticas. Incluso ahora, tampoco iba a ser fácil. Trabajó frenéticamente como asistente de Carlos Cruz Diez en una empresa publicitaria, asistía a las clases de la escuela de arte y del liceo, y al fin, durante el segundo año, se las ingenió para ganarse modestamente la vida dibujando una tira cómica para una revista local. Esto le permitió cierto respiro y pudo pasar algunas horas con otros estudiantes discutiendo cosas que ensanchaban su horizonte y lo lanzaban en su búsqueda.
En la plaza Pérez Bonalde, recuerda Borges, todas las noches se llevaban a cabo conversaciones apremiantes. “Si alguna influencia hay en mi formación”, ha dicho, “es la de esa plaza, de la que han salido científicos, periodistas, camarógrafos, músicos, pianistas, cantantes, actores y directores, cineastas, revolucionarios como Linares, el “perro” Linares que murió comandando la invasión en Santo Domingo contra Trujillo”. Los otros que Borges conoció se inscribirían por sí mismos en su memoria ——jóvenes con igual fervor, cuyos ideales revolucionarios los pusieron en conflicto con el régimen de Pérez Jiménez, y quienes fueron torturados y a veces hasta asesinados. El régimen omnipresente no se podía olvidar ni un momento, incluso ahora que Borges volcaba ávidamente su atención a sus estudios de pintura.
La propia escuela de Artes Plásticas era el producto final de una historia turbulenta. La historia de la pintura en Venezuela, como en la mayoría de los países latinoamericanos, está cubierta con los residuos de las batallas libradas apasionadamente por aquellos que, como Borges ahora, han sentido agudamente la ausencia de una identidad nacional y de una cultura universal. Los mejores dotados se volvían insistentemente hacia Europa, pero su mensaje era a menudo ignorado por aquellos que controlaban las pocas instituciones dedicadas al arte. Tantas veces los artistas venezolanos llamaron la atención sobre la mediocridad de su nivel nacional, tantas veces fueron rechazados por una sociedad que aún se agitaba en las aguas estancadas de las convenciones largo tiempo abandonadas en otros lugares. Hasta los artistas que se lamentaban de su aislamiento se encontraron víctimas de un angustioso retardo. Para la época en que los nuevos cambios llegaban a Venezuela, ya hacía tiempo que el mundo se había movido en otra dirección. La vieja y reaccionaria Academia de Bellas Artes se mantuvo invencible durante años hasta que, en 1912, un grupo de artistas disidentes e intelectuales logró fundar el Círculo de Bellas Artes, dedicado a promover una actitud abierta hacia todos los estilos. Pero incluso el Círculo también se sintió preocupado por las incursiones estéticas extrañas al medio local. El poeta y ensayista Fernando Paz Castillo escribió en 1913:
Los pintores del Círculo de Bellas Artes, sin apartarse de los clásicos italianos, españoles y holandeses sin desconocer las más modernas tendencias en general, inclusive el cubismo, se inclinaron decididamente hacia el impresionismo, porque una de las cosas que más importaba estudiar era el paisaje: el paisaje criollo con su luz tropical y variedad de matices inconfundibles, para la cual se prestaba la técnica de esta escuela.
Aunque el Círculo sólo producía reflejos tímidos de las técnicas impresionistas, sus miembros más progresistas lucharon para mantenerse en contacto con los desarrollos que venían del exterior. Sólo cuando un nuevo régimen llegó al poder en 1936, el cual nombró a Rómulo Gallegos Ministro de Educación, estuvieron en capacidad de llevar a cabo la abolición de la Academia de Bellas Artes. En su lugar surgió la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas que ofrecía a los alumnos un programa de estudios más amplio y variado el cual, por primera vez, incluía historia del arte. Sin embargo los principios del siglo diecinueve aún prevalecìan. Para la época en que Borges llegó, en 1949, había muchos disidentes en el seno de la Escuela dispuestos a denunciar los métodos retardatarios de enseñanza. El año anterior, un grupo de ellos había inaugurado el Taller de Arte Libre, tal como había sido fundado el Círculo de Bellas Artes, para abrir a Venezuela a las nuevas corrientes estéticas. Allí, una exposición de las nuevas tendencias, realizada en 1949, se amplió con una gran exhibición de las obras de un gran talento venezolano que jamás había vacilado: Armando Reverón.
A través del entusiasmo de Alejandro Otero, que en ese momento era profesor de la Escuela de Artes Plásticas y organizador de la exposición, los estudiantes podían ver a Reverón como la figura única que era ——un genio solitario que no habìa sucumbido a la moda y que habìa perseguido su visión peculiar con infatigable intensidad. Alrededor de esta misma fecha, Borges y un grupo de estudiantes visitaron al viejo solitario recluido en su extraño castillete, frente al mar, en Macuto. Algunos de los estudiantes se sintieron repelidos por el aspecto desgreñado y barbudo del maestro, que vivía en medio de una extraña colección de objetos hechos a mano, que compartía su estudio con sus monos y desplegaba una modestia que era chocante, pero Borges se sintió conmovido. Hasta entonces había creído que su problema era estar en contacto con el mundo, especialmente el mundo del arte moderno. “Era como si viviéramos en las provincias de todo el mundo——lo que necesitábamos era confianza”. Reverón, que había abandonado el mundo para todos los propósitos prácticos, y que vivía con gran independencia (Borges dice que incluso se hizo su propio piano) se iba a convertir para Borges en un ejemplo de la creatividad segura de sí misma. Quizá también el joven e impresionable Borges captó la pasión con que Reverón perseguía su visión del mar y del paisaje de la costa de Venezuela; el atrevimiento de las superficies aparentemente suaves, blanqueadas, envueltas en niebla de sus telas. Las ambigüedades y generalizaciones que sacaban su obra fuera del dominio de lo pintoresco que tanto atenuaba la mayoría de las representaciones del paisaje venezolano. Más aún, tal vez el joven Borges vio el elemento de fantasía obsesiva que rodeaba a Reverón. Ha debido fijarse también en las muñecas extremadamente extrañas que Reverón había creado como modelos ——grandes e inquietantes figuras hechas por el artista con cuero, lona, plumas y otros curiosos materiales, que se arrellanaban por todo el estudio en sillas hechas por él mismo. Estas presencias, tanto como la cantidad de objetos hechos a mano que representaban toscamente los objetos de uso diario, pueden también haber producido una impresión permanente en Borges quien, años más tarde, crearía su propio mundo de máscaras y muñecas, igualmente perturbadoras en expresión y postura. Y quizá Borges oyó hablar a Reverón y escuchó en su sencillez la nota auténtica que él anhelaba. Reverón sostenía opiniones que luego Borges encontraría cada vez más compatibles. Por ejemplo, en una entrevista que concedió a El Nacional en el último año de su vida, Reverón decía:
La pintura es un permanente ensayar. Todo ensayo es vivir. Por eso me gusta el teatro, porque todo ensayo teatral es un reflejo de la vida misma. La vida es el gran teatro. Nosotros, ustedes, periodistas y fotógrafos, somos los personajes que representamos en la escena de la vida. Y en estas escenas todos nos movemos bajo el cono de una luz… Luz en el teatro, luz en el lienzo, luz en el cine, como en pintura, lo fundamental es la luz.
Para Borges, con su amor instintivo por el escenario, su constante interés por los gestos estilizados de la vida diaria, su apertura a todos los medios, estas opiniones tenían que resultar naturalmente atractivas.
Hubo otras figuras vigorosas cuyas opiniones dejaron una impresión indeleble en Borges. Por ejemplo, el pintor Mario Abreu, que buscaba en su pintura la magia de las costumbres locales sin comprometer su sentido de la evolución del arte moderno. En un estilo que a veces era paralelo al de Wilfredo Lam, Abreu evocaba los orígenes de su país en las referencias simbólicas (máscaras, ojos, el sol, el gallo de pelea) y en los espacios abstractos conjugados con las innovaciones espaciales de los cubistas. Fue a través de Mario Abreu que Borges entró al círculo de Alejo Carpentier, el escritor cubano que vivía exiliado en Venezuela. Carpentier puso su vasta cultura a la disposición de sus jóvenes admiradores. Respondía a sus preguntas, les ofrecía las fuentes literarias, compartía con ellos su gran conocimiento de la literatura. Es posible que la complejidad de las inquietudes de Carpentier haya escapado a sus jóvenes oyentes, pero no ciertamente sus motivos centrales. Durante muchos años, Carpentier había meditado sobre la situación del artista latinoamericano, atrapado en los diversos climas de represión que conservaban los complejos de lo que antes fueron colonias. Comprendió la necesidad de trabajar inspirándose en las fuentes auténticas de la cultura local, y estaba desde el comienzo políticamente comprometido con la liberación (por esa causa estuvo preso en las cárceles de Machado). No obstante, su conocimiento profundo del alto nivel de la escritura, de la pintura y la música moderna en Europa, eliminaba de inmediato la posibilidad de un provincianismo cómodo. La vanguardia Europea había que enfrentarla y asimilarla. Pero también las situaciones específicas de Latinoamérica. Carpentier deploraba el “abominable realismo folklórico” que prevalecía en gran parte de Latinoamèrica y hablaba de “lo mágico, lo singular, lo directamente poético” con todas las influencias de Europa. Era un crítico osado de todos esos criollistas y costumbristas que trataban, como había escrito José Donoso, de “reforzar las fronteras entre una y otra región, entre uno y otro país, hasta hacerlas infranqueables y herméticas para que nuestra identidad, que ellos evidentemente imaginaban como algo turbio o débil, no se borrara ni desapareciera”. La activa presencia de Carpentier en el círculo de pintores y estudiantes progresistas, tuvo un impacto extraordinario.
Borges vivía en el centro de la tormenta que se cernía sobre la Escuela. El eco de los primeros desertores llegó desde París, donde un grupo que se hacía llamar “Los Disidentes” había publicado un manifiesto que atacaba la Escuela y proponía un arte puramente abstracto. Borges y sus amigos se sentían cada vez más descontentos con la forma de enseñanza de la Escuela, basada ——como irónicamente dijo—— en las manzanas de Cézanne. Y ni siquiera manzanas como manzanas, sino manzanas como una manera de pintar manzanas. Incontables manzanas. Como un desafío, Borges pintó un cuadro titulado “La Lámpara y la Silla” en un estilo cuasi-cubista y se convirtió en uno de los líderes de una huelga tumultuosa. Lo expulsaron de la Escuela, pero no todo estaba perdido. La obra en controversia ganó un extraño concurso auspiciado por la Metro Goldwyn Mayer, la Embajada de Francia y el diario El Nacional, sobre la película Un Americano en París. El jurado incluía al historiador de arte francés Gastón Diehl. El premio consistía en una beca para permanecer en París durante diez meses. En París, Borges esperaba resolver los conflictos que se le habían planteado en Caracas. La víspera de la partida, declaró a la prensa:
Esta obra fue el resultado de una huelga que hicimos en la Escuela de Artes Plásticas porque nos obligaban a pintar manzanitas y nuestro interés y deseo era de pintar otras cosas, como lámparas, sillas, cafeteras, etc. pero en Venezuela estos movimientos son corrientes:
cambiar una expresión plástica que no corresponde al país, por otra que tampoco corresponde…
Sin duda, Borges trató en París de cambiar una expresión plástica por otra, pero su alejamiento de Venezuela lo volvió mucho más ansioso por expresar lo que Carpentier llamaba “lo nuestro”.
Al igual que en Caracas, estaba constantemente bajo presión económica y tenía dificultades para mantenerse y comprar materiales. Trabajó en varios empleos anodinos. ——conserje, portero de un hotel, camarero, peón de albañilería, recogedor de pelotas en un campeonato de tenis—— tratando al mismo tiempo de impregnarse, tanto como podía, de la cultura francesa contemporánea, una cultura que le atraía pero a la vez sentía extraña. La obra que realizó en París nunca fue, a su juicio, satisfactoria. Se sentía apremiado por ideales demasiado conflictivos.
Mientras más veía la pintura francesa de vanguardia, más obstinado era su deseo de expresar su propia cultura. Su obra tomó entonces un caràcter seudoprimitivo, y en cuadros como “La Selva”, de 1954, había alusiones a la magia primitiva, a la cultura indígena y al carácter mestizo de la población venezolana. A pesar de sus preguntas inquisitivas, Borges cayó en el criollismo, del que había denigrado su mentor Carpentier.
En 1956, Borges regresó a Caracas todavía lleno de preguntas. Se había marchado a Europa en busca de una “cultura universal”, y regresaba sintiéndose igualmente insatisfecho.
Comenzó a buscar de nuevo. Fue entonces cuando descubrió “la cultura indígena, los mayas, los incas, el folklore, las danzas populares, el Orinoco, la selva” y decidió abandonar Caracas y marcharse en busca de lo primitivo. Tres años antes, Carpentier había publicado su extraordinaria novela sobre un viaje espiritual a la selva, “Los Pasos Perdidos”. En ella, un artista, un compositor, que ha sido absorbido por el mecanismo comercial de una ciudad sofisticada, intenta renunciar a la vida moderna retirándose a la selva remota, a las fuentes del Orinoco. Allí, a pesar de la felicidad de una vida simple, idílica, descubre la imposibilidad de su viaje inverso en el tiempo. Regresa a la ciudad moderna, pero regresa después de haber experimentado la magia y lo ritual que aún subsiste en las vastas y remotas fortalezas. Había visto las ruinas de una ciudad en mitad de la selva donde los indios llevaban a cabo antiguos ritos al sonido de flautas y tambores. Se había sentido aterrorizado y purificado por esa aventura elemental:
Los danzantes tenían las caras ocultas por paños negros, como los penitentes de cofradías cristianas; avanzaban lentamente, a saltos cortos, detrás de una suerte de jefe y bastonero que hubiera podido oficiar de Belcebú del Misterio de la Pasión, de Tarasca y de Rey de los Locos, por su máscara de demonio con tres cuernos y hocico de marrano. Una sensación de miedo me demudó ante aquellos hombres sin rostro, como cubiertos por el velo de los parricidas; ante aquellas máscaras, salidas del misterio de los tiempos, para perpetuar la eterna afición del hombre por el Falso Semblante, el disfraz, el fingirse animal, monstruo o espíritu nefando.
El deseo de Borges era experimentar también esos ritos antiguos, “salidos del misterio de los tiempos”, y al igual que el personaje de Carpentier, sentía que en alguna parte se hallaba esa experiencia de identidad auténtica que él buscaba. Partió a Chuao, una aldea de pescadores a la que (como el paraíso de la novela de Carpentier)sólo se llegaba por agua y estaba prácticamente aislada de la civilización. Allí trabajó y habló con los pescadores, y por un tiempo pensó que podía percibir “las raíces de la vida en la naturaleza”. No pasó mucho sin que descubriera que la autenticidad no se podía encontrar en la contemplación pasiva de la naturaleza o en la observación de gestos repetidos a través de los siglos por los habitantes locales.
Resultaba curioso que yo hiciera un viaje en busca del paraíso perdido tratando de tropezarme allí con nuestra esencia perdida. Pero el presente, es decir, la intensa vida política (caída de la dictadura, la victoria de Betancourt, la esperanza revolucionaria), los satélites artificiales, el periplo de Gagarín, estaban criticando ferozmente lo que indagaba, lo que perseguía. En vez de pintar la selva, lo que tenía enfrente, es decir, el presente, volví a las experiencias que había vivido años antes.
La experiencia culminó, en 1957, en una gran tela titulada “La Pesca”, en la cual Borges usaba los colores brillantes de los artefactos nativos para describir la experiencia abstracta del pescado, las redes, las figuras y el agua, con alusiones bastante trilladas al follaje y la figura humana. El andamio negro de este cuadro grande atestigua la asimilación de ciertas tendencias cubistas francesas de postguerra, pero el colorido brillante y el movimiento animado proviene del propio sentido de Borges de las realidades autóctonas. Este cuadro obtuvo un premio en la Bienal de Brasil, pero lo hizo regresar a su viejo problema, ¿Qué quería él, ser un pintor pintor o expresarse como hombre? Este problema lo perturbó lo suficiente como para interrumpir su trabajo durante un añ. Se volvió hacia el teatro, donde podía trabajar con gente y con problemas humanos. Pero de nuevo encontró limitaciones y de nuevo comenzó a pintar. Sin embargo, regresó a su estudio enriquecido con una nueva posibilidad. En el teatro había descubierto el poder de los gestos. Ahora se propuso nuevas tareas. Miraría a su alrededor —los objetos y a la gente en su acción recíproca— y expresaría de ese modo directo, acumulando capas de pintura con espátula en el lienzo y dibujando los gestos con mano feroz. La serie de personajes que iba a dominar ese drama prolongado, comienzan a aparecer. Por ejemplo, “La Fumadora”. De 1959, que representa a una mujer gorda, como vista de paso a través de la ventana de un bar, con su cuerpo macizo coronado por un rostro cuadrado cuyos rasgos están desfigurados o manchados por brochazos violentos. O “El Gangster” del mismo año, con su rostro convertido en una masa de pinceladas deformantes, su mandíbula prognata llena de dientes amenazadores. Estos monstruos, con su aspecto inquietante, pertenecen a la gran tradición de la crítica social del expresionismo, recuerdan a Goya y a Georg Grosz. Ese mismo año, la muerte invadió los cuadros de Borges, una muerte que era una amalgama de imágenes que iban desde los grabados alemanes en madera a la pintura mejicana, de los dibujos de Goya a Siqueiros. En “La Sala de Espera”, Borges reúne un grupo de figuras caricaturescas pintadas brutalmente en estado de descomposición. La calavera de la muerte es el signo dominante. Esta nueva versión de la danza de la muerte sigue predominando en su obra (en esta época, la muerte en su existencial real, en su existencia política, estaba acechando activamente a Latinoamérica) como puede verse en el dibujo de 1961, “Yo También Quiero Ver”, que obtuvo el Premio Nacional de Dibujo de ese año. Aquí, las figuras que viajaron desde el Bosco a Goya, están dibujadas en fusión con los esqueletos de guerreros antiguos. Los rostros, como máscaras que recuerdan a las de “Los Pasos Perdidos”, son los personajes de este drama cruel.
Con gran rapidez, Borges gana confianza en sí mismo y en 1962 pinta el enorme retrato de dos figuras grotescas, titulado “Todos a la Fiesta”. Aquí, con brochazos febriles, entrecortados, Borges nos ofrece dos máscaras en una yuxtaposición atrevida y monumental. “Comienzan a aparecer en mi obra flores y jarrones y la risa. La risa en rictus y el rictus en la muerte y la muerte en el canto y el canto en el alarido”. Borges había dejado atrás lo que una vez llamó “el problema tropical”.
El período que va desde comienzos hasta mediados de la década del 60, fue muy fecundo para Borges en el descubrimiento de su nuevo poder de expresión. Hay en las obras de este período una tendencia evidente hacia la monumentalidad, como también una confianza en la pintura como medio para transmitir su respuesta a la cuestión humana. Era demasiado consciente de los sucesos que agitaban la vida venezolana ——la revolución cubana había infundido esperanzas entre los disidentes; el gobierno de Rómulo Betancourt, que había seguido a la rebelión contra Pérez Jiménez, en 1958, era cada vez más temible y represivo. Los ingresos petroleros continuaban suministrando opulencia a los hogares acomodados y a una pequeña clase extremadamente rica de patrocinadores de la cultura, pero no tenía efecto sobre la eterna pobreza general de los barrios marginales ni de los pueblos del interior.
La respuesta de Borges fue una entrega febril a lo que Marta Traba llamó “la invención del teatro”. Se dijo a sí mismo y a los pocos que lo escuchaban, que “no podía hacer una abstracción de su vida, ni de la vida de sus amigos, ni de sus muertes”, pero que había que hacer un arte a partir de sus propias historias. Su nueva determinación lo liberaría de la tradición, incluso de la tradición que habían establecido recientemente Alejandro Otero y Jesús Soto, entre otros. Estos artistas habían luchado para traer las percepciones lanzadas por los puristas de los años veinte ——Mondrian, van Doesburg, Albers—— y aplicarlas a la ciudad de Caracas. Su obra, desplegada en los espacios públicos como la Universidad Central, o hecha para los patrocinadores que habían surgido después de la caída de Pérez Jiménez, había alertado y capturado la imaginación de los jóvenes. Esto había significado la primera ruptura violenta con la tradición, y la primera afirmación de las realidades propias de la cultura tecnológica; y también la iniciación del diálogo apasionado con los rebeldes a lo largo de los años sesenta. A medida que la lucha por la justicia tomaba proporciones significativas en todo el mundo, con movimientos de liberación que cobraban ánimo por el éxito de la revolución de Fidel Castro, los jóvenes artistas venezolanos fueron arrastrados hacia el debate. Borges y sus amigos leyeron las obras de Franz Fanon, cuyo intelecto clamaba por la revolución del Tercer Mundo; “Los Condenados de la Tierra”, publicada en 1961, produjo un inmenso interés entre ellos. Volvieron con resolución al antiguo problema de la identidad polemizando a menudo con sus colegas cinéticos y constructivistas por su dependencia de los centros de poder cultural tan asiduamente seguidos por los oligarcas de Caracas.
En esta polémica, Borges, con su obra, fue algo así como un líder. Cuando el grupo “El Techo de la Ballena” creó otro espacio para exhibiciones, los artistas que expusieron allí trabajaban en el estilo expresionista, lo más alejado posible del constructivismo, violentos, gestuales, estos estilos a menudo abstractos tenían el propósito de provocar y enfrentar a una sociedad complaciente. Borges estuvo entre los primeros. En 1964 pintó una tela enorme con el título profético de “Ha Comenzado el Espectáculo”. Esta es una obra clave en su pintura, una obra en la cual la fuerte tradición expresionista que va desde James Ensor hasta Willem de Kooning, ha sido asimilada y transformada. Los Ecos de La Entrada de Cristo en Bruselas, de Ensor, repercuten en los personajes del primer plano de la composición; los rojos, blancos y rosados empastados. La misma violencia que generaba Ensor (que hizo decir al poeta Emil Verhaeren que las obras de Ensor “lo llevaban a uno hacia el caos, pero magníficamente y en un vuelo completo”)es propio de esta tela. Cada una de estas figuras, que aparecen con rasgos imprecisos y como rellenas de paja, representa un personaje en una de las comedias humanas más crueles: el magistrado, la prostituta, el general, el aristócrata, el prelado. Surgen de nuevo en el cuadro realizado en 1965, “Humilde Ciudadano”, sólo que aquí son más decididamente siniestras. Están presentadas en segmentos, casi como imágenes de una película, esgrimiendo sus instrumentos de matanza. La pistola del asesino encañonando al espectador, mientras el centro del escenario se reduce en un vacío del que sobresale una imagen horrible de la descomposición humana, todo lo cual se cierne sobre una lápida en la cual se lee: “Aquí yace Jacobo Borges”. Como en la tela más importante y más célebre de Ensor, hay en este cuadro un carácter definidamente teatral. La hilera de caras expectantes y grotescas de la parte superior semejan el desfile burlesco de La Entrada de Cristo en Bruselas, donde los espectadores, tan falsos como los enmascarados, son los personajes centrales. Estos presagios del mal fueron sentidos profundamente por el artista quien, como había declarado, se esforzaba en pintar la historia de la experiencia contemporánea con personajes que podían ser identificados y hasta señalados con el dedo. Esta tela fue la culminación de un período en el desarrollo de la pintura de Borges. En 1965, Marta Traba escribió:
Lo que hacía Borges era encarnar, gracias a un talento y a un ánimo depredatorio igualmente fluídos y naturales, un buen pintor figurativo que planteaba belicosamente la alternativa frente a la neutralidad respecto al hombre y sus problemas que, a su vez, hacía suya el poderoso movimiento cinético.
Borges había anunciado que el espectáculo había comenzado. En 1966 comenzó para Borges un grandioso espectáculo que lo alejaría por varios años de la pintura de caballete. En ese año, el clima político estaba muy tenso; los estudiantes se habían rebelado y el ejército había tomado la Universidad. El gobierno, impávido, continuaba con sus planes para la celebración del cuatricentenario de la ciudad. Borges, que durante mucho tiempo había estado luchando con los problemas de la comunicación, sintió que la pintura sola no era un medio adecuado. Comenzó a soñar con un montaje espectacular sobre la historia de Venezuela. Lentamente, le dió forma a su plan, el cual sería patrocinado por el Consejo Municipal, que nombró a Inocente Palacios Director General y éste encargó a Borges de su ejecución. Este proyecto extraordinario consistía en la colaboración de los artistas jóvenes más talentosos y comprometidos del país ——pintores, cineastas, músicos, especialistas de sonido, escritores, arquitectos, músicos, actores, fotógrafos—— para la realización de un cuadro histórico múltiple y épico de Venezuela, con el nombre de “Imagen de Caracas”. El propósito del equipo era crear un espacio teatral y arquitectónico que permitiera la completa participación del espectador. Cien kilómetros de escenas fílmicas, en blanco y negro y en colores, se proyectarían sobre ocho pantallas enormes en un teatro construído para ese fin. El público estaría rodeado por un espacio octogonal, y un complejo sistema de sonido lo inundaría por todos lados. Para complementar las secuencias más importantes, el equipo añadió otras cuarenta y una pantalla más, que colgaban del techo, a veinte metros de altura, y completaban la saturación total de imágenes y sonido. La historia de Venezuela se presentaba bajo un aspecto crítico y novedoso que relacionaba, en imágenes simultáneas, los sucesos más significativos del pasado con el presente, haciendo hincapié en el papel histórico de Caracas. Durante la filmación de las películas, Borges aprendió el oficio de director. Se agregó a la búsqueda de actores, quienes fueron escogidos entre los no profesionales. Buscó lugares apropiados para la filmación. Supervisó el vestuario. Se familiarizó profundamente con la historia de su país. A través de este proceso, descubrió una forma de conducta artística nueva y completa que anteriormente le había parecido demasiado remota de su vocación de pintor. Tuvo la idea de que había que establecer una diferencia entre la expresión y la comunicación. Deseaba, enérgicamente, comunicarse. Con “Imagen de Caracas” sintió que podía superar las limitaciones expresivas que le había planteado la pintura y enfrentarse con lo real, las relaciones sociales vividas por el pueblo venezolano.
En el curso de esta intensa participación en “Imagen de Caracas”, que duró tres años, Borges tuvo que sumergirse en la historia. Todos los héroes auténticos y falsos de los interminables golpes de Estado y revoluciones, tomaron su lugar en su mente. La pintoresca figura del tirano ilustrado, Antonio Guzmán Blanco, que había inundado a Venezuela con su imagen en retratos y en estatuas de bronce, cobró relieve y se convirtió en una fuente importante de su trabajo futuro. Guzmán, que se consideraba así mismo como un civilizador, instituyó una serie de reformas para convencerse de que era el hijo verdadero de la más alta cultura europea. Su gran amor romántico por la pompa francesa lo llevó a patrocinar la construcción de una serie de imitaciones atrofiadas e insignificantes de los edificios públicos parisinos. Este apasionado francófilo, que terminó sus días en París, después de haber llegado al poder a través de un golpe de Estado hecho a su medida, era un enemigo implacable de las libertades civiles. La historia de la forma despiadada con que destruyó a sus rebeldes, está descrita en la novela de Carpentier, El Recurso del Método, y produjo una impresión indeleble en Borges y su equipo de artistas, el cual culminaría alrededor de 1969. Regresó a su taller escarmentado por su experiencia con la paradoja de los medios de información. Parecía que en todo el experimento del bombardeo de los sentidos, había algo que no correspondía a su visión.
Lo que no se había logrado en la fastuosa producción de “Imagen de Caracas” era la participación activa de los espectadores en una suerte de análisis crítico. El uso de los medios de comunicación de masas, a los cuales el público estaba acostumbrado, simplemente los proyectaba en el papel pasivo que normalmente asumían. Borges comenzó a buscar una forma de estimular la respuesta crítica del público. Su antiguo interés por las imágenes del consumo diario —los periódicos, las revistas, el cine, la televisión, los letreros de las calles— lo llevó a pensar en la posibilidad de pintar cuadros en los cuales el tema inmediato podía ser identificado por los espectadores a través de su familiaridad con lo que representaban. Borges esperaba que al proyectar sus estereotipos en yuxtaposiciones insólitas, iba a inspirar esa conciencia crítica que sentía no había logrado despertar con su violencia expresionista anterior. “Soy un comunicador mucho más que un pintor”, explicaba. “Un pintor es un médium, un comunicador es un hombre consciente. Un pintor está absorbido por su propio instrumento. Un comunicador reflexiona sobre él”. Marta Traba comenta:
Pone pues el acento en su capacitación como comunicador, con lo cual pretende establecer una nueva relación con la sociedad. No es más aquella relación de detonador, de bomba de tiempo, en una sociedad cuyos vicios deben denunciarse a través de ardientes gesticulaciones… Ahora se trata de conocer la sociedad y los códigos que la manejan hasta tal grado, que la imagen resultante se constituya en una réplica consciente, para desmontarlos y por consiguiente desmitificarlos inteligentemente.
Borges se propuso eliminar el furor inmediato de sus cuadros. En las obras de 1972 y 73, la pintura se hace transparente, y hay una referencia a los tonos chillones de las revistas lustrosas y la publicidad. En El Dedo en la Taza, por ejemplo, ya no se observan esos movimientos excitantes y deslizables que caracterizaron a sus cuadros anteriores. Hay aquí, explícitamente, una imagen reconocible colocada en una situación inusual. Borges dice: Mi atención no ha sido pintar taza alguna, sino un círculo blanco colocado en una arquitectura de color… Por lo demás, yo no he inventado esa taza. Acaso, la he tomado de la portada de una revista. Mi interés no está en los objetos. Me interesan los objetos como están representados… Lo que procuro es atrapar los significados que la gente les da…
En la mayoría de los cuadros de los dos o tres años siguientes, hay un intento deliberado por desconectar las imágenes situándolas, no obstante, en un espacio arquitectónico delimitado. Pero el propio espacio también está desconectado, con perspectivas que no se ajustan y separaciones del color que parecen incongruentes. Aquí el caos ya no es “grandioso”, sino que está organizado en yuxtaposiciones que sorprenden al espectador. Estas mezclas de estereotipos publicitarios con extrañas dislocaciones del espacio, está muy lejos, en tono, de la serie anterior en la cual Borges colocaba, por ejemplo, la figura deformada de una jugadora de cartas en un ambiente identificable. La expresión, como él decía, dio su lugar a la comunicación. No es que haya abandonado su deseo de sorprender a través de la distorsión de las formas. Ciertas obras de este período reflejan el impacto de Francis Bacon. Pero Borges ha restringido el impulso lo suficiente como para sugerir el distanciamiento que sentía imperativo a fin de alcanzar la posición crítica que deseaba tomar.
En este período, la experiencia de “Imagen de Caracas” comenzó a dar sus frutos. Borges llevó a cabo la separación entre la historia como algo inscrito en el pasado y la historia como algo que se está experimentando. Encontró claros paralelos. Los asuntos del Estado no habían cambiado tan radicalmente. Todavía reinaba la oligarquía de los generales y sus aliados naturales. Los trajes habían cambiado, quizá, pero los ritos de autoridad eran aún los mismos. Los espacios suntuosos donde se toman las decisiones siniestras no cambian. Las fotografías recientes de los Consejos de Estado revelan que la pompa es idéntica dondequiera que es evocada. En 1972, Borges terminó “Esperando a…” la primera de una serie de representaciones sobre las relaciones del poder. En estas figuras hieráticamente sentadas en una sala oficial, Borges encarna en la imagen visual lo que Carpentier había descrito en su novela “El Recurso del Método”. Al igual que Carpentier, quien describe la reunión entre el primer Magistrado y sus dos secuaces como un “consejo de guerra”, con sus siluetas proyectadas contra las paredes, “como en el cine” Borges elimina la referencia directa al color local. Su drama sombrío se desenvuelve en un espacio que es tan artificial como el cine.
En la obra maestra de esta serie, “Reunión en un Círculo Rojo”, Borges logra presentar la fotografía de prensa habitual de una reunión oficial bajo un tono fantasmagórico y portentoso que encierra en su mensaje el pasado y el presente. El espacio particular es grande y anónimo. Las figuras pueden identificarse como militares de alto rango con la presencia incongruente de una mujer en actitud voluptuosa y tranquila. Hay una calidad totalmente estática en el cuadro que refuerza la idea de que nada serio o constructivo puede surgir de esta reunión teatral. De modo sorprendente, la imagen recuerda el gran cuadro de Goya, “La sesión de la Compañía real de las Filipinas”, en donde Goya pareciera estar expresando un sentimiento que ninguna persona moderna dejaría de reconocer. Fred Licht, en su libro, “Goya, los orígenes del temperamento moderno en el arte” (1979), lo considera como una obra enigmática en la cual las categorías normales de la pintura parecen fallar. No es un retrato de grupo ni una pintura de género ni un cuadro histórico. No puede ser un retrato de grupo porque “los rasgos de los personajes están tan borrados que dificilmente tenemos una idea de su parecido, incluso después de haber examinado el cuadro con minuciosidad”:
Todos parecen nerviosos e intranquilos presa de un intolerable fastidio, y todas las caras miran vacuamente en direcciones diferentes. En vez de una acción concer-tada, en vez de una eternización de los rasgos individuales, en vez de una interpretación de las necesidades sociales, tenemos aquí la total suspensión de una plausible actividad, rostros vacíos que revelan la anonimia de la masa, y una sensación precisa de la insignificancia e inutilidad de las relaciones humanas.
Sobre el espacio de esta extraña obra maestra. Licht dice que es “espectralmente insubstancial, y su decorado en vez de evocar un sentido de estructura, simplemente se disuelve en una serie de formas huidizas y cambiantes”. Goya, agrega, fue el primer artista que definió el espacio en términos de vacío.
Es probable que Borges no tuviera un recuerdo directo de este comentario de Goya, pero entre los dos cuadros existen una similitud misteriosa de propósito y estilo. El carácter “espectral” que siempre evoca un pasado, está dado con los mismos detalles borrosos. Es tan espectral que Julio Cortázar, después escribió un cuento fantástico inspirado en él con el mismo título. Cortázar había examinado una serie de obras de Borges en este periodo, y había descubierto que entre las diferentes figuras que habitaban el mundo de Borges había relaciones y afinidades. De repente, este cuadro particular lo impresionó:
Esa serie de personajes mirando hacia quien los mira me lanzaron a algo que nada tenía que ver concretamente con el cuadro pero que era imposible desechar… Personalmente, pienso que la noción de “trabajo paralelo” de un pintor y un escritor no se ve desmentida, porque de tus criaturas nacieron las mías…
De las criaturas de Cortázar nacieron también las de Borges, porque en esta nueva etapa, de modo significativo, Borges trató de incorporar a sus cuadros todo lo que había experimentado incluídas sus lecturas. La obra cuasi-surrealista de Cortázar, con su oculta objetividad y su conciencia del distanciamiento moderno de la experiencia directa; su constante insinuación de que la intervención de la tecnología ha cambiado la calidad de la vida, ha debido tocar una fibra afín en Borges. Diez años antes, Cortázar había escrito un cuento sobre un fotógrafo aficionado que ve todo en términos de la imagen que todavía no ha tomado; cuyas percepciones inmediatas son trasladadas y apresadas instantáneamente en la realidad fija, rotunda de la imagen fotográfica. En este cuento, “Las babas del diablo”, Cortázar dice:
Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad.
Esta asociación con la imagen de la cámara fija, que transforma la cruda realidad en algo que nunca ha ocurrido realmente, subsiste en la obra de Borges. Borges juega con las imágenes positiva y negativa de la fotografía, y con el tiempo y la exposición. Cuando pinta una figura con precisión, como si estuviera viva en la luz verdadera, pinta otra detrás que apenas se ve con la cualidad borrosa de una doble exposición, ofreciendo, dentro del mismo espacio pictórico, dos tiempos diferentes. Este interés en combinar el tiempo pasado con el tiempo presente es palpable en muchos de los cuadros de Borges de 1974. Un ejemplo es “Todo Sucede Dentro”. Las figuras de este grupo han sido tomadas indudablemente de una vieja fotografía ——hasta los trajes son de la época. Se hallan en una habitación espectral, cuyas paredes grises parecen pintadas como si fueran bambalinas iluminadas por detrás. No ocupan un espacio preciso. Las de la última fila parecen figuras planas pegadas contra la pared, mientras que las de la primera fila se encuentran ambiguamente en un espacio tridimensional. Un desnudo fantasma está suspendido en el aire asomándose por los bastidores como si sugiriera que algo misterioso va a ocurrir o ya ocurrió. El tiempo es indefinido, como también el tema de este cuadro equívoco.
Aún más misterioso y sin embargo específico, es “Nymphenburg”, un cuadro en el que Borges cede a su necesidad de atestiguar y comunicar. Aquí, el escenario es, sin duda, un palacio. Ningún espectador dejaría de percibir la autoridad que evocan los salones de los palacios. Borges pinta el escenario con grises ahumados y amarillos sulfurosos —los colores de una película mal revelada que tienen algo de infernal. De las paredes cuelgan los cuadros de su época expresionista como atestiguando el horrible asesinato que se lleva a cabo en una habitación del fondo. Se trata de un asesinato oficial; los asesinos llevan uniformes militares. Quizás son los mismos que acribillaron a Allende. Los únicos colores que se destacan en este ambiente esfumado son los rojos violentos de los propios cuadros de Borges. No puede haber duda sobre lo que él está tratando de comunicar. Sin embargo, la forma como lo hace agrega una dimensión más a este tema melodramático. La cámara del palacio está pintada deliberadamente para sugerir lo alegórico. Las paredes semejan los decorados móviles de un teatro que ofrecen claramente su carácter provisional. Hay diferentes perspectivas dominantes que confunden el ojo y lo dirigen hacia la escena del fondo del cuadro. Al situar la acción principal en la distancia —una vieja técnica, derivada quizá de Velázquez— Borges dramatiza lo irreal, lo que está fuera de tiempo, sintiendo lo que exigen estas referencias sinópticas de la historia.
En otras obras de este periodo, Borges es menos explícito. La concepción teatral todavía persiste en ellas, pero la acción está oculta detrás de telones, cortinas, celosías o enrejados. En “La Celosía”, pintado el mismo año, un rojo, sin matices, baña uniformemente toda la imagen. Se trata de una habitación desnuda rodeada de persianas por entre las cuales se percibe la oscuridad de afuera. Dos bombillos encendidos cuelgan del techo, pero su luz es ahogada por el rojo intenso que los circunda. Una misteriosa figura se asoma por detrás de las persianas, ¿o quizás está dentro? Esta cualidad equívoca parece una preocupación de Borges. En otros cuadros expresa claramente la reversibilidad del afuera y el adentro el antes y el después. En ellos aparecen figuras sentadas junto a ventanas que reflejan su imagen; o están envueltas en nubes que flotan dentro de la habitación; o están sentadas frente a una puerta fantasma a través de la cual perciben habitaciones y espejos fantasmas. Aquí también el “afuera” y “adentro” sugieren el antes y el después. Estos esfuerzos para condensar los sucesos en el tiempo, y también las apariencias de los objetos en un espacio lleno de tiempo, llevaron a Borges en las obras de 1975-76, a la franca declaración de meditaciones temporales.
Trabajar con los estereotipos es peligroso. Muchos escritores y artistas latinoamericanos, ansiosos por asimilar la cultura popular, han fracasado en sus intentos al no ofrecer una crítica de los estereotipos, como ellos habían pensado, sino los estereotipos simplemente. Borges no siempre ha estado libre de lo vernáculo latinoamericano. Su juego con los estereotipos refleja, a veces el trauma que han experimentado muchos artistas latinoamericanos al sentirse devorados por la sociedad tecnológica. Los cuadros de comienzos de la década del 70, con su tono histriónico, caen algunas veces en la misma trivialidad que representan sus modelos en los medios de comunicación. Su creencia en que podría ofrecer un “Código” de la imagenería popular (en los términos establecidos por los teóricos de la lingüistica) no siempre ha tenido éxito. Alrededor de 1975, Borges ha debido sentir una pérdida de su dimensión expresiva, porque a partir de esa fecha se observa en su obra otra cualidad. Al escuchar la tradición española, que no puede suprimirse en ningún país de habla hispana, Borges recordó que “la vida es sueño”; recordó que recordar es un aspecto vital de la existencia; que hay sueños diurnos y nocturnos. Con este conocimiento, se dispuso a interpretar los ritos que suceden en los diversos momentos de la vida de un individuo. En su infancia había codiciado el álbum de fotografías familiares de su madre que mostraba los momentos más importantes de su vida ——nacimientos, muertes, bodas, bautizos. Recuerda cómo su madre había borrado con guache blanco la imagen de un tío descarriado que aparecía en la foto de un entierro, y cómo él secretamente trató de raspar la mancha para ver el rostro borrado. La aparición de imágenes borradas y el acoplamiento de figuras desmembradas son rasgos importantes de la obra de Borges a partir de 1975.
Una obra importante de este año es un cuadro de grandes dimensiones dividido en dos partes: “La Novia I” y “La Novia II”. En primera parte, Borges pinta una reunión de personas celebrando una boda, colocadas en posición de posar para una fotografía, pero sobre un fondo rojo que parece separarlas del espacio. Se hallan, indudablemente, en un espacio de sueño, más impreciso que el de cualquiera de sus obras anteriores. Las superficies ligeramente raspadas sugieren su existencia fantasmal de otra época, y sus rostros son apenas discernibles. La novia está de pie en el fondo (como en muchos cuadros de pintores españoles desde Velázquez a Goya), apenas visible a la primera mirada. En la segunda parte, Borges juega con los efectos positivos y negativos, haciendo destacar las figuras y los objetos sobre un extraño fondo escarlata. Aquí también la novia, en actitud expectante está oculta detrás de los otros en el umbral de una puerta, donde su rostro pálido está señalado por una flecha. A la derecha del cuadro, un rostro, tachado con una x, mira a través de las persianas. En el primer plano hay una mesa pintada con trazos rápidos, sobre la cual una serie de objetos confusos y difíciles de identificar revela la naturaleza insubstancial de la imagen. No hay substancia, solo sueño.
Otro cuadro del mismo año, “El Novio”, es aún más alucinante. El único objeto preciso que sobresale del cuadro es el sombrero de paja que el novio sostiene en la mano. La habitación ——una habitación del Palacio de Miraflores—— está pintada con los tonos ahumados de una vieja fotografía, con imágenes desdibujadas contra las paredes que sugieren sobreimpresiones de otra época. Borges ha incluído aquí dos rostros femeninos ——uno en clarooscuro, como una fotografía antigua, y otro arrancado del estilo expresionista de Goya. Los ojos dementes de María Luisa, que miran de soslayo, atraen la atención del espectador. (Estos ojos inolvidables, de loco, tomados de los retratos de la Familia Real, de Goya, aparecen una y otra vez en los cuadros de Borges, a partir de 1975.) La oblicuidad de su mirada agrega otra dimensión espacial a este complejo palimpsesto. Borges ha colocado una lámpara fantasmal en el cuadro para sugerir el retroceso. Pero en la parte superior ha pintado una serie de X en rojo, que establecen la existencia de un plano transparente, parecidas a las marcas que se colocan en las puertas de vidrio para advertir a los visitantes descuidados. Esta diferenciación del espacio tiende a darle al cuadro una sucesión de climas que se deslizan unos dentro de otros en la forma en que se deslizan y se funden las imágenes de los sueños. El interés de Borges por las ambigüedades espaciales está mucho más marcado en “Espacio”, un cuadro del mismo año, donde la imagen está bañada por una atmósfera gris suave, en la cual los candelabros, envueltos en una niebla de luz blanca, señalan el espacio (de nuevo el interior de un palacio), que luego se duplica en un espejo sobrío que refleja la misma escena. Espejos e imágenes dobles ——el reino de la imaginación, un reino al cual Borges ya no está reacio a entrar ahora que ha determinado que hay que rendirle honores a la memoria.
Al dejarse atrapar por la memoria y el pasado, Borges comenzó a pintar imágenes extravagantes, casi surrealistas. Una de las más sorprendentes de este periodo es un cuadro perturbador, titulado “No Mires” Borges usa aquí el viejo truco surrealista de presentar un interior verosímil, casi convincente, con una ventana que mira afuera colocada en una perspectiva real. Dentro de este espacio creíble, hay una extraña estructura en forma de caballete sobre la que está instalada (a la manera de Magritte) otra imagen y esa imagen es el recuerdo de otra imagen más. El espectador culto podría verla como la visión contemporánea del Cristo muerto, de Mantegna. El espectador políticamente informado reconocería en ella la famosa foto que publicó la prensa del cadáver del Ché Guevara. Esta imagen se repite a su vez en otra imagen encima. Estas referencias múltiples al tiempo y al espacio, abren y liberan al artista para que haga uso completo de la imaginación que, para ese momento, está llena de imágenes del pasado. Lo intangible, lo etéreo invade su obra.
Al final de los años 70, Borges se volcó cada vez más hacia el dibujo para expresar sus profundos sentimientos hacia Caracas y su destino.
Este valle, antes hermoso y rodeado de amables montañas, ha sido irrevocablemente violado por una ciudad que no conoce su propia medida. Su ira y su nostalgia se mezclan en cientos de dibujos. Comenzó a pensar intensamente sobre la naturaleza del dibujo——la libertad implícita en sus medios simples. “Uno puede concebir cualquier cosa con el dibujo”, dijo y demostró su tesis en la serie de escenas, detalles, vistas combinadas,observaciones agudas, incluso caricaturas que realizó a partir de 1976. Sus pensamientos volvieron de inmediato hacia sus viejas experiencias en el teatro, de donde extrajo analogías. El dibujo, decía, se encuentra en todas partes. Hablando en términos prácticos, uno no sabe dónde dibujar los límites del dibujo. Un actor dibuja con su cuerpo. La coreografía es dibujo en el espacio escénico. Incluso el viento, ha dicho, es un dibujante. Todo el mundo ha visto paisajes en donde el viento construye formas diferentes al pasar sobre los arboles, reinventando el paisaje. Con estas ideas, desarrolladas a medida que se entregaba a la tarea de observar su ciudad natal, día y noche, horas tras horas, Borges se embarcó en una experiencia crucial. Al hablarle al poeta Arnaldo Acosta Bello, en una entrevista, le explicó que cuando uno ve los centros comerciales recientemente construídos en Caracas, la primera impresión que tiene es que todo comienza aquí y en este momento; que Caracas es una ciudad sin mitos, separada de toda continuidad histórica. Pero, desde luego, esto no puede ser así, y Borges se propuso el proyecto experimental de recuperar el recuerdo de la Caracas histórica, mientras reconocía que era el ciudadano de otra Caracas en constante cambio.
Un día Borges descubrió ——como cuenta en su libro La Montaña y su Tiempo—— que si él y los otros habitantes de Caracas podían soportar esta ciudad imposible, era porque en ella había algo que los protegía, que protegía la ciudad de sí misma, y esto era la montaña del Ávila, “este ser vivo que desde que amanece hasta que anochece está cambiando todo el tiempo, construyendo un espectáculo impresionante, haciéndonos creer que las cosas están vivas, que la vida es un desarrollo permanente, un movimiento continuo”. Imaginariamente abrió su ventana hacia el espectáculo del Ávila que contenía y protegía la ciudad. En muchos dibujos aparece esa misma ventana, transparente, ancha. A veces, la ventana está colocada en el cielo transversalmente, creando una nueva perspectiva de las actividades de la montaña y la gente que se mueve bajo su sombra. Los cuadros que precedieron a este periodo de obsesión con el dibujo, han sido enclaustrados. Ahora ya no hay paredes que limiten, sino transparencias y vistas claras.
Borges muestra a veces su desafiante respeto por el pasado adoptando el estilo de los viejos maestros. Hay figuras que flotan en el aire, como los ángeles de los dibujos de Rafael, y hay estudios a lápiz en donde los pliegues de la montaña están tan bien detallados que podrían haber sido hechos en el siglo quince. “El dibujo”, dice Borges, “me permite imaginar un mundo sin límites. Yo soy el único límite”.
Al penetrar poco a poco en su obsesión con Caracas, Borges llegó a valorar por sobre todo el rescate del recuerdo, el cual, Como él dice, es una tarea bastante difícil en una ciudad como Caracas cuyo pasado histórico inmediato está siendo destruído continuamente. Aquí, “lo más difícil es mirar hacia atrás”. Pero con su rebeldía característica, Borges comenzó a mirar hacia atrás intensamente, con los ojos de un contemporáneo y descubrió ciertas constantes. Descubrió, por ejemplo, la persistencia de los viejos mitos en una ciudad que se enorgullecía de su modernidad. A partir de los estudios sobre la situación relativamente abstracta de los novios, Borges concibió una idea ambiciosa, casi balzaciana, de construir un gran fresco sobre un grupo de individuos y su destino. Escogió como tema el rito sagrado de la Comunión, el cual tomó en su sentido más amplio. Sin subrayar demasiado el aspecto religioso, en un país predominantemente católico, Borges comenzó a pintar una serie continua de retratos de comulgantes, colocadas en todas las situaciones posibles ——las que esperan, las que sueñan, las que participan de modo reacio, las que parecen maduras, las que están disfrazadas de niñas, las que no son niñas ni mujeres. A través de esta vasta investigación psicológica, Borges descubrió en sí mismo ciertas inclinaciones ocultas. Toda la historia del arte y todas las percepciones acumuladas durante tantos años de constante experimentación, pareció inundar la obra.
Utilizando el pastel y los lápices, los únicos materiales que le ofrecían la libertad que requería este vasto escenario, Borges creó una galería de personajes individuales que, no obstante, comparten un rito colectivo. En cierto modo, es como una construcción joyceana en términos plásticos. Hay dibujos grandes en negro, grises y rosados, en los cuales las comulgantes están trabajadas en un claroscuro manierista y semejan las esculturas de piedra de una iglesia con los pliegues de sus trajes cayendo en ondas hasta sus pies. Hay ciertos dibujos en donde las figuras aparecen envueltas en una oscura mantilla, como las del mural de San Antonio de la Florida, de Goya. Hay otros en los cuales Borges imita el modelado excesivo de los románticos del siglo diecinueve, arrojando una luz artificial intensa sobre uno solo de los rasgos y dejando el resto en una sugestiva oscuridad. Hay incluso otros que muestran claramente la influencia de Picasso, sobre todo del Picasso del periodo monumental, en los cuales los rasgos de las figuras están exagerados y pintados en su sólida hinchazón. Hay aún otros que recuerdan el amplio toque de Velázquez.
Todas estas referencias al pasado están acompañadas, estilísticamente, por la referencia penetrante al pasado individual de los personajes. Es como si Borges hubiera experimentado una autotransformación, similar a la de Flaubert cuando dijo “Yo soy Madame Bovary”. En algunos de estos rostros obsesionados, con sus ojos extrañadamente fijos, y a veces sin ojos, las enormes frentes y las protuberantes mandíbulas, expresan ciertas condiciones emocionales que tienen un misterioso halo de autenticidad. A veces, Borges regresa a su viejo interés por los monstruos, y la exageración de los rasgos asume un aire inquietante. Los sueños de estas figuras están implícitos en la forma en cómo él las dibuja. Borges no vacila en cambiar esa forma para ajustarla a su tema. Aquí, en esta procesión de estudios perturbadores y extremadamente intensos, Borges se plantea su compromiso con el individuo, pero sin olvidar el destino común de la humanidad ——un ideal que ha tratado de alcanzar a lo largo de su carrera de artista.
A pesar de sus diferencias psicológicas, estas comulgantes participan, no obstante, de la misma cultura en que vive Borges. Son comulgantes venezolanas, obsesionadas por sueños y recuerdos venezolanos. Borges afirma que quiere mirar con los ojos de quien ha sido colonizado. “Quiero mirar en la forma en que los esclavos negros miraban a las modelos españolas”. Señala que las iglesias barrocas de México, construidas por los indios, son barrocas en el estilo de sus prototipos españoles y sin embargo, completamente diferentes. “Cuando uno ve de modo diferente”, dice, “uno desea que la obra de uno sea diferente y a la vez la misma”.
Al proyectarse en las vidas interiores y exteriores de esta multitud de personajes de las comulgantes, Borges permanece fiel a su deseo original de juventud de pasar a través del espejo de la historia hacia un mundo que pueda reflejar todas las experiencias humanas. Borges es incansable, siempre está trabajando, luchando para ser un testigo ——un testigo expresivo y vehemente de su tiempo, de todos los tiempos.
Nueva York, Junio de 1981